«… Los hechos negativos del acontecer empresarial nacional, de la mano de la masificación en el uso de las redes sociales, están teniendo una difusión de tan alto impacto como la respuesta negativa que provocan en la ciudadanía. Esto hace que resulte muy difícil para las empresas involucradas en estos hechos recuperar la imagen corporativa y prestigio comercial dañado…»
La ética y las buenas prácticas, lo que se conoce en el ámbito internacional como “compliance”, es algo que naturalmente esperaríamos que se diera en forma más o menos espontánea al interior de las empresas.
Esta apreciación que pareciera de sentido común, sin embargo, es errada. Una cultura de buenas prácticas no se genera de un modo natural o improvisado, se debe gestionar. Hay que “hacer que las cosas sucedan”, eslogan muy de moda en la actualidad.
Los casos de financiamiento irregular de la política que hemos conocido recientemente, varios de ellos con potenciales aristas de “soborno” o “cohecho” en investigación, como también la denominada colusión del papel higiénico, por citar solo los más actuales y mediáticos, corroboran que la conducta dominante de los gobiernos corporativos de las empresas ha sido por lo menos débil en la generación de políticas eficaces para prevenir estas conductas.
Mayoritariamente, y de modo más o menos consciente, las empresas se han limitado a esperar que sus organizaciones adhieran a elevados estándares éticos y de buenas prácticas, sin realizar gestión alguna que facilite esta tarea. Y ello resulta ser especialmente contradictorio, si observamos que casi sin excepción las empresas declaran abrazar loables principios y valores. Basta un vistazo rápido en Internet para corroborar esta apreciación.
Es una buena noticia, entonces, esta preocupación creciente por los temas de compliance. Esa relectura forzada de códigos de ética o conducta, aunque por lo regular no muy amigables —lo que les resta utilidad— y el establecimiento, por ejemplo, de canales o líneas de denuncia anónimos, le hacen bien a la transparencia de las compañías.
Pero convengamos que esta mayor preocupación de las empresas por el fortalecimiento de la ética y las buenas prácticas al interior de ellas tiene poca o ninguna relación con una visión altruista de los negocios. No es desinteresada. Tras ella, por lo regular, hay motivaciones comerciales que se relacionan con una percepción más acabada y certera de los riesgos asociados a lahiperconectividad creciente de la sociedad actual. Es el efecto reputacional derivado de las malas prácticas el que está resultando determinante en este progresivo interés por compliance. Y a él sí que se le teme.
Los hechos negativos del acontecer empresarial nacional, de la mano de la masificación en el uso de las redes sociales, están teniendo una difusión de tan alto impacto como la respuesta negativa que provocan en la ciudadanía. Esto hace que resulte muy difícil para las empresas involucradas en estos hechos recuperar la imagen corporativa y prestigio comercial dañado. El efecto es inmediato. Basta un mensaje por twitter con una denuncia de una mala práctica para ver en riesgo de quiebre esa imagen, no queda sino entonces el camino de la prevención: implementar programas de ética y cumplimiento al interior de las empresas.
Pero cuidado, habrá que trabajar mucho para instaurar esta cultura de buenas prácticas y recuperar la confianza perdida.
Hacer que las bellas declaraciones que hoy compiten en las páginas web de muchas empresas se transformen efectivamente en el establecimiento de una férrea cultura organizacional al interior de ellas, no es tarea fácil.
Transformar las buenas ideas — esto de hacer bien las cosas correctas— en procesos reales y eficientes al interior de la organización, es un desafío gigantesco y complejo.
No basta con nominar a un gerente o encargado de liderar este proceso, se requiere convencer, persuadir al grupo directivo y gerencial para motivarlo a vivir y gestionar a diario estas buenas prácticas. Sustancial para el éxito de este proceso será la experiencia, capacidad de gestión y liderazgo del compliance. Atributos que le permitirán validarse como par del equipo directivo e influir positivamente en él.
Concluyamos que crear y fortalecer una cultura interna de preocupación por estos temas y su adecuada resolución es tarea de toda la organización.
La alta dirección de las empresas debe enfocarse prioritariamente en cerrar los espacios para las malas prácticas, pero lo más relevante es que sus miembros se comprometan, a modo personal, con esas conductas que se predican.
Albert Einstein con su brillante lógica y genialidad planteaba que dar el ejemplo, más que una forma de influir, es la única manera de hacerlo.
De seguro habrá quienes se nieguen y persistan en creer que los espacios para las malas prácticas otorgan una oportunidad para mejorar la posición de sus negocios. Para ellos el factor disuasivo será el eventual costo de imagen y, en último término, la “magnitud” de las potenciales sanciones (resorte del legislador).
En síntesis, de forma incipiente vemos que las empresas transitan en la búsqueda de mayores niveles de compliance en su gestión, para crear lo que se ha denominado valor compartido, apremiadas por la realidad del mercado que amenaza con erradicarlos de él en caso de desviar la ruta. Esto no es más que una constatación de que los niveles de tolerancia de la ciudadanía y los consumidores frente a ciertas conductas o malas prácticas han cambiado dramáticamente en los últimos años.
Es al Directorio de cada empresa a quien corresponde impulsar estos programas de ética y cumplimiento, para que sean gestionados adecuadamente por el equipo gerencial. Su iniciativa es crucial en esto, tanto como controlar los avances en su implementación y su efectividad.
Con todo, la cuota de ponderación y pragmatismo, requerida para la eficacia y utilidad de estas iniciativas, corresponde aportarlas al compliance officer, como co-responsable, de hacer de las buenas prácticas una realidad al interior de la organización.
Patricio Véliz, El Mercurio Legal